domingo, 26 de agosto de 2012

UNO la huelga indefinida


Como ocurriera en 1988 tras un curso de movilizaciones masivas que, sin embargo, no han modificado, apenas, las posiciones de las administraciones educativas, las voces más impacientes de entre los docentes reclaman una huelga indefinida. E, incluso, ya la han convocado sin esperar a conocer lo que dicen las asambleas o lo que opine la mayoría del profesorado.

Yo creo que es verdad que las asambleas están calientes, pero no es menos verdad que a las asambleas suele asistir una mínima parte del colectivo y esa mínima parte es el sector más radical o combativo o cabreado de los docentes.

A favor de la convocatoria de huelga indefinida juega la situación general, la indignación y el descontento que han generado las últimas actuaciones del gobierno. Y, sin embargo, si algo puede quedar claro tras los últimos recortes es que no va a haber soluciones sectoriales ni remedios parciales. Que no tiene ninguna posibilidad de triunfar una estrategia encaminada a defender la Renfe o salvar la sanidad porque el enfrentamiento es global, no es sectorial (diría más: es europeo, no nacional) y las posibilidades de victoria pasan por cambiar las políticas económicas: situar una alternativa a la austeridad injusta.

En cualquier caso, permítaseme presentar un punto de vista diferente acerca de lo que supone la movilización en los servicios públicos.

Empezaré con una provocación, pero os pido que espereis hasta el final para indignaros: la huelga es un instrumento de lucha del siglo XIX. Un siglo con escasos o nulos servicios públicos, que son conquistas de esas huelgas y otras luchas. Un instrumento útil cuando de lo que se trataba, aquí me vendría bien una cita de Marx, era de litigar con los patrones por la plusvalía. La huelga causaba un mal económico al patrón y por eso, lo he visto en el cine, aparecian los esquiroles, venidos de fuera de la empresa, entrando en la fábrica protegidos por la policía para volver a poner en marcha la producción.

Nada más lejano a la huelga en los servicios públicos en el siglo XXI, donde más que el daño económico, se persigue el coste político o electoral, el daño a la imagen que llevaría a la administración respectiva a negociar y ceder.

La huelga en los servicios públicos no disputa plusvalías. Disputa, en todo caso, poder, capacidad de decisión en la organización del trabajo, pero es, principal y fundamentalmente, una forma de protesta y denuncia. Tanto es así que, cínicamente, podríamos decir que, en el actual contexto de crisis y recortes, las huelgas en los sectores públicos han “beneficiado” económicamente la política del gobierno pues les ha supuesto nuevos ahorros salariales, vía descuentos por huelga y les han perjudicado, y mucho, política y electoralmente.

Situadas así las cosas, y si el lector ha tenido paciencia para aguantar tanto revisionismo, lo que cabe preguntarse es si la huelga es una forma más o menos útil, si es más o menos contundente.

Mi opinión es que quizás, según y como. Hay que analizar cada caso en concreto sin santificar ninguna medida a priori.

Por ejemplo, el curso pasado, apenas unos días después de que se celebrase, con notable seguimiento, la primera huelga de la democracia de todos los sectores educativos de la enseñanza pública, se produjo el boicot de los rectores universitarios al inefable ministro de educación. Pues bien, este boicot tuvo más efecto y mayor repercusión mediática que la huelga.

Y es que no podemos olvidar ni ignorar, si queremos acción transformadora y no meramente testimonial, que vivimos en sociedades mediáticas, mucho más desde la generalización de Internet. Cuando escribo esto, la huelga de Renfe ha castigado tanto o más a los ciudadanos que querían iniciar sus vacaciones, como al gobierno, ya bastante “baqueteado” por varios frentes.

Como medida de protesta se me ocurren otras muchas que habrían indignado menos a los usuarios, quizás les habrían granjeado su comprensión, habrían estigmatizado menos a los sindicatos y hubiesen tenido igual o mayor repercusión pública.

Ahora mismo yo no me atrevo a pronosticar con quién o contra quien se pondrán la mayoría de los padres, cuando, con el trasfondo de la permanente campaña contra funcionarios y sindicatos, se encuentren, tras dos meses y medio de vacaciones de sus hijos, que las clases no comienzan. Lo más probable, tal como está el patio, es que no se pongan a favor de nadie y arremetan contra todos.


La huelga indefinida nunca me ha parecido la más contundente de las medidas. Más bien, siempre he pensado que era el último estertor de un movimiento agónico. Quemar las naves y a ver qué pasa. Creo que es un fruto de la desesperación. Y yo todavía tengo esperanzas y ganas. Y estoy preparado para una lucha que será, lamentablemente, larga.


Nunca me ha convencido ese argumento de que la gente no va a las huelgas de dos días porque sabe que no sirven para nada y, sin embargo, si iría a una huelga de una semana o de un mes o... indefinida. Tururú. La gente tiene necesidades económicas y no solo ideológicas y busca el máximo beneficio con el mínimo coste.


No puedo hablar por otros pero en mi familia solo entra un sueldo, el mío, y no puedo permitirme estar un mes sin cobrar.


Y tampoco creo que una huelga indefinida sea una demostración de firmeza ni de la fortaleza de nuestra voluntad ni nada parecido.


Por el contrario, creo que exigen un sobreesfuerzo al colectivo, ya bastante golpeado por los recortes salariales, y que le someten a un lento desgaste que, para mí, es lo contrario de lo que debería ser una movilización. Esta debería posibilitar la acumulación de fuerzas y no un lento goteo de desenganches.


Porque de eso se trata: el conflicto debe perseguir el desgaste del oponente con el menor coste para nosotros. No quemar nuestras fuerzas sino administrarlas con eficiencia.


Finalmente, cuando se empieza una huelga indefinida se ha de saber cómo y cuándo acabar. ¿Vamos a seguirla hasta que el gobierno ceda? ¿O hasta que se nos acaben las fuerzas?.


En el primer caso, es necesario una plataforma reivindicativa clara para poder valorar cuánto hemos conseguido y decidir o no la continuidad. No se deben hacer las huelgas por cabreo, indignación o cansancio porque entonces sería aún más difícil convenir cuando hemos manifestado suficientemente nuestro malestar.


En el segundo caso, en el de continuar mientras tengamos fuerzas, también habría que fijar cuotas mínimas de seguimiento para que cuando uno abandone por pensar que somos pocos y cada vez menos, no lo acusen de cobarde, traidor y saboteador.


Lo bueno que tiene una convocatoria de huelga indefinida es que no necesita apenas preparación y no padece ningún coste para el convocante. Me explicaré. Quien convoca una huelga indefinida lo hace convencido de que existe un memorial de agravios y reivindicaciones que hace que la convocatoria caiga por su propio peso, no hace falta, apenas, el trabajo de convencimiento y difusión: basta con convocarla desde Internet. Quien no la sigue o es un traidor o un vendido o un conformista o un esquirol o todos esos adjetivos a la vez.


Y así, si la huelga indefinida no triunfa, la responsabilidad nunca es de quien la convoca, que tiene galones de sobresaliente combatividad, sino de los borregos que no la hemos seguido. "Ellos" ya han cumplido convocando. Y si otros hiciesen una convocatoria más limitado en el tiempo, "ellos" no la seguirían o lo harían a regañadientes, acusándolos de reformistas o de "convocar para lavarse la cara".


Esa es mi experiencia y como tal la cuento.

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